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Carlos Bravo Regidor |
Este
artículo de Carlos Bravo Regidor, periodista y profesor en el Centro
de Investigación y Docencia Económicas en México (CIDE). , trata
sobre un libro de Giovanni Sartori: "Homo
videns. La sociedad teledirigida"
Lo
comparto porque a pesar de no ser ninguna novedad tiene algunos
conceptos muy importantes que no está de más refrescar, y sobre
todo porque explica cómo es que la lectura, o la falta de ella,
tiene consecuencias que van más allá de lo que podemos suponer. En
esos días el obstáculo principal de la lectura era tan sólo la
televisión, ahora vemos que el mundo de las imágenes se ha
multiplicado exageradamente a través de sitios en internet como
también por medio de infinidad de dispositivos móviles y/o
pantallas de todo tipo y tamaño que con los más diversos contenidos
nos siguen a donde quiera que vayamos. La imagen está sobre-valuada
y nos parece normal que sea así.
R.K.S.
"HOMO
VIDENS La sociedad teledirigida" de Giovanni Sartori.
Crítica
literaria de Carlos Bravo Regidor
Especial
- Material Recomendado
Dice
Ortega,
en La rebelión de las masas, que "lo característico del
momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo
de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera".
Dicha aseveración, escrita a finales de la década de los veinte, se
ratificaba a mediados del siglo, cuando aparecía el aparato creador
y recreador, por excelencia, de las masas: la televisión.
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Giovanni Sartori |
A
partir de ese hecho, Giovanni Sartori advierte: un mundo concentrado
sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un
ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar
abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura
que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende.
El
proceso comienza desde la infancia. La televisión es la primera
escuela del niño, en donde se educa con base en imágenes que le
enseñan que lo que ve es lo único que cuenta. Así, la función
simbólica de la palabra queda relegada frente a la representación
visual. El niño aprende de la televisión antes que de los libros:
se forma viendo y ya no lee. Dicha formación va atrofiando su
capacidad para comprender, pues su mente crece ajena al concepto —
que se forma y desarrolla mediante la cultura escrita y el lenguaje
verbal— . De esta manera, "Los estímulos ante los cuales
responde cuando es adulto son casi exclusivamente audiovisuales".
Dejando
a un lado la función de entretenimiento que la televisión tiene,
Sartori se concentra en su labor formativa. No es el homo ludens el
que le interesa, sino el homo videns. Si el niño crece junto al
televisor, su concepción del mundo se vuelve una caricatura; conoce
la realidad por medio de sus imágenes y la reduce a éstas. Su
capacidad de administrar los acontecimientos que lo rodean está
condicionada a lo visible: su capacidad de abstracción (de
trascender, por decirlo de algún modo, lo que le dicta el ojo) es
sumamente pobre, "no sólo en cuanto a palabras, sino sobre todo
en cuanto a la riqueza de significado".
La
imagen no tiene contenido cognoscitivo, es prácticamente
ininteligible. El acto de ver anula, en este caso, el de pensar. El
concepto queda sumergido entre colores, formas, secuencias y ruidos
de fondo. En tanto que la asimilación de una palabra requiere del
conocimiento de un lenguaje y de una lengua, la imagen, por su parte,
se procesa automáticamente: se ve, y con eso es suficiente.
Por
supuesto, Sartori no ignora las repercusiones políticas que acarrea
el surgimiento del homo videns. Si es cierto que la democracia es el
gobierno de la opinión, y que los medios (especialmente la
televisión) son, en gran medida, formadores y transmisores de la
misma, entonces la importancia que adquieren como instrumentos de y
del poder es enorme. En el mundo del homo videns no hay más
autoridad que la de la pantalla: el individuo sólo cree en lo que ve
(o en lo que cree ver).
Sin
embargo, la imagen también miente; puede falsear los hechos con la
misma facilidad que cualquier otro medio de comunicación, con la
diferencia de que, "la fuerza de la veracidad inherente a la
imagen hace la mentira más eficaz y, por tanto, más peligrosa".
Además, la propia naturaleza del espacio televisivo tiende,
irremediablemente, a descontextualizar las imágenes que transmite,
pues mientras se ocupa de las últimas noticias y de las imágenes
más escandalosas, margina otros aspectos que aunque pueden ser más
importantes que los que se ven, no son, plásticamente, tan
atractivos. Lo inquietante es, pues, que el poder de la evidencia
visible es contundente, ésta siempre dice lo que tiene que decir: su
veredicto es irrefutable.
Asimismo,
el hecho de que la televisión lo convierta todo en espectáculo,
atropella la posibilidad del diálogo: la pantalla, simplemente, no
tiene interlocutores. La imagen no discute, decreta; es, al mismo
tiempo, juicio y sentencia. Lo cual es aún más grave si se piensa
que la televisión tiene, por lo mismo, cierta preferencia por el
ataque y la agresividad, pues pueden ser, en sí, visuales; en tanto
que la defensa o la inteligencia requieren, por su parte, de un
discurso que para el ojo desnudo es aburrido e indescifrable. Quien
es acusado por los medios, es, en la mente del público, culpable
inmediatamente.
Las
elecciones se vuelven, por su parte, una competencia en donde son los
hombres, y no los programas de gobierno ni el respaldo partidista,
los que se graban en la mente del elector. "La televisión nos
propone personas en lugar de discursos [...] El video-líder más que
transmitir mensajes es el mensaje." La política, por
televisión, requiere de personajes, se fundamenta en la exhibición
de rostros. No obstante, ello varía según el sistema político en
cuestión: si el voto es por lista o por candidato, si es en
distritos uninominales o plurinominales, si los partidos son débiles
o están institucionalizados, si se trata de un sistema presidencial
o parlamentario.
La
tendencia, sin embargo, persiste en mayor o menor grado: la imagen
televisiva personaliza la política. Cuando Ortega sentenciaba "el
hombre-masa no atiende a razones", su juicio era exacto. Ahora,
la televisión acentúa ese fenómeno en el homo videns: promueve la
emotividad y la excitación, muestra imágenes que conmocionan y
encienden pasiones en el televidente, sin que éste tenga que
comprender lo que mira; sus pasiones lo determinan sin sesgos
racionales.
En
la era global, la televisión fortalece el localismo, aldeaniza. "El
mundo visto en imágenes es necesariamente un mundo de primeros
planos: algunas caras, un grupo, una calle, una casa. Por tanto, la
unidad foto-aprehensible es, al máximo, la aldea, el conglomerado
humano mínimo." La realidad se percibe por medio de estampas,
de tomas y cortes que, en definitiva, reducen la complejidad de los
hechos y del planeta para hacerlo video-interesante. De tal suerte,
la televisión se convierte en un agente perverso de la
globalización. Mientras que por un lado homogeneiza mediante la
explotación de la sensibilidad del público (¿o debería decir
sensiblería?); por el otro, fragmenta, mostrando recortes del mundo
que impiden una comprensión integral de éste. Muestra imágenes de
aldeas dispersas y distintas, pero que provocan lo mismo.
Sobre
la posibilidad del gobierno del pueblo en la época del homo videns,
Sartori cita a Ghita lonescu:
"El hecho de que la información y la educación política estén
en manos de la televisión [...] representa serios problemas para la
democracia. En lugar de disfrutar de una democracia directa, el demos
está dirigido por los medios de comunicación". Éstos no son
el espejo de la opinión pública, sino la pantalla que recoge el eco
que viene de regreso. De acuerdo con Sartori, no reflejan los cambios
que ocurren, sino las transformaciones que, a la larga, promueven.
La
abundancia de información no garantiza la comprensión de los
fenómenos: "se puede estar informadísimo de muchas cuestiones,
y a pesar de ello no comprenderlas". La televisión produce un
demos cuyo criterio somete a sí misma. No es una multitud que cree
opinión, es un público que la demanda. Y así, se genera un grave
problema de autoconsistencia: la referencia del público es la
opinión que los medíos transmiten, de manera que el productor
produce a sus consumidores y éstos, a su vez, se vuelven adictos al
producto. Un homo videns que ha perdido la capacidad de disentir se
vuelve, entonces, un elector teledirigido. "En estas
condiciones, el que apela y promueve un demos que se autogobierne es
un estafador sin escrúpulos, o un simple irresponsable, un increíble
inconsciente."
La
difusión de encuestas que pretenden retratar a ese desconocido
llamado opinión pública, degenera en un gobierno de los sondeos.
Sin embargo, éstos no constituyen, de manera alguna, un instrumento
del poder de los ciudadanos; por el contrario, son "una
expresión del poder de los medios de comunicación sobre el pueblo».
La consistencia de las opiniones expresadas estadísticamente es
nula: su argumentación es pobre, su profundidad inexistente. Es tal
el margen que existe para provocar una respuesta, manipulando la
pregunta, que la opinión que se recoge no es, necesariamente, la del
encuestado, sino, por lo general, la que el encuestador persigue. Y
en ese caso quien gobierna no es el pueblo, sino los
medios.
Finalmente, y frente a un escenario tan poco
alentador, ¿cuál es la salida? Sartori, bien a bien, no lo sabe.
Señala, sin embargo, las respuestas equivocadas. En primer lugar,
argumenta que la competencia no es una solución, pues lejos de
incrementar la calidad de los medios, la disminuye para cautivar a un
público acostumbrado a la basura mediática. Rivalizando en
conformismo, la competencia entre los medios no acarrea sino un
deterioro de su contenido: el sensacionalismo se vuelve más pagadero
porque llama más la atención, es más emotivo y no requiere de
reflexión profunda. Por si fuera poco, la libertad de expresión
presenta un obstáculo que complica sobremanera la cuestión:
intentar alterar las transmisiones televisivas podría interpretarse
(no sin cierta razón) como una forma de censura. Lo único que
queda, pues, es defender al libro: la cultura escrita contra la
revolución visual. ¿Pero cómo?
Homo
videns es más una reflexión que un estudio. Se distingue de los
demás trabajos de Sartori, especialmente, en cuanto a la profundidad
del texto: no es un tema que el autor domine, es, más bien, una
asunto que le preocupa. Está lejos de ser un libro especializado
(como, por ejemplo, Ingeniería constitucional comparada): el rigor
académico de otros trabajos no es tan evidente. Incluso su aparato
crítico está mucho menos nutrido. Empero, su agudeza y suspicacia
siguen resaltando. Al final, y a diferencia de algunas otras de sus
obras, lo que pretende es generar preguntas, no ofrecer respuestas.
Desde el inicio, avisa sobre sus intenciones: "La mía quiere
ser una profecía que se autodestruye, lo suficientemente pesimista
como para asustar e inducir a la cautela". Propone el tema del
imperio de la imagen, poniendo énfasis en sus peligros y esperando,
así, detener el florecimiento y la expansión del homo videns.
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