Los palestinos no necesitamos “importar el conflicto”
En muchas ocasiones, cuando los argumentos quedan cortos;
cuando los calificativos de “terroristas” pierden credibilidad; cuando
la propaganda israelí que ha mantenido la opinión del mundo secuestrada
durante las últimas seis décadas ya no tiene efecto; cuando el cuento de
la víctima ya no vale tanto, la comunidad judía en Chile, y quienes la
apoyan, ponen fin a la conversación con una frase salvavidas (o calla
bocas): llaman a “no importar el conflicto”.
Pero este emplazamiento, además de un cliché, es también una falacia.
Probablemente a la comunidad judía le resulta fácil y cómodo no
importar un problema lejano con el que en su mayoría no tienen mayor
vínculo, salvo el servicio militar que fueron a cumplir y por el que
recibieron un viaje en pago y que, como han confesado numerosos
objetores de conciencia, se trata básicamente de aprender a humillar,
torturar, maltratar y asesinar palestinos.
Es muy poco probable que sus padres, sus abuelos o bisabuelos hayan
nacido en las tierras ocupadas palestinas. Los míos sí. Y si yo nací en
Chile es porque la ocupación israelí expulsó a mi padre de la tierra de
sus padres. Dividió a su familia, expropió su territorio, desgarró su
cultura, nos trasplantó, nos desarraigó y, más aún, nos ha negado el
derecho de pertenecer a la nación de nuestros antepasados. Mi padre
murió en Chile porfiadamente apátrida ante la impotencia de no tener un
pasaporte que tuviera estampado lo que realmente era: palestino. Sólo
pude ver a mi abuela paterna una vez en la vida, y a mi abuelo dos
veces, porque tenían que pedirles a los ocupantes extranjeros de su
patria permiso para desplazarse y corrían el riesgo de no poder regresar
y perder todo lo que tenían. Y desde otro continente lloré igualmente
sus muertes. No conozco su casa y tampoco a mi familia. Nunca he pisado
las calles de las historias de infancia de mi padre, de mis
antepasados, ni he probado los damascos, tampoco he olido las naranjas
ni he paseado bajo los olivos.
Pero sí he crecido con el dolor del extrañamiento, con la confusión
del desarraigo y con el desagarro y la impotencia de ver por los medios
la masacre del que también es mi pueblo. Los muertos en Palestina
podrían ser mis parientes y, si otras hubieran sido las circunstancias,
hasta mis hijos o yo misma. Reconozco en sus ojos, en sus caras, la mía,
mis propios genes.
¿Acaso los autodenominados israelíes que viven en Chile reconocen
también a sus familias en las caras de los militares? Después de los
meses de su servicio militar a un patria ajena, tras una temporada
humillando viejas y adolescentes, dejando morir a las parturientas en
los puestos de control, vuelven a sus países de origen, a demandar que
los que sufrimos con el genocidio de nuestro pueblo nos quedemos
callados, para no “importar el conflicto”.
Para mí, y para los millones de palestinos que vivimos en Chile y
alrededor del mundo porque nos han expulsado de nuestra tierra, el
“conflicto” no es ajeno. No es necesario importarlo porque los ocupantes
de Palestina se encargaron de “exportar” a su población desde 1948 en
adelante. No es un concepto abstracto ni un hecho más de la actualidad.
Para nosotros es una espina constante que ha atravesado a generaciones;
es el dolor reflejado en la nostalgia de los que no pueden volver y
que con historias truncas inculcan a sus descendientes el amor a una
patria arrebatada. Son las lágrimas diarias ante el genocidio de los
tuyos, porque nosotros no somos defensores ideológicos de un concepto
de Estado religioso. Somos el pueblo palestino y esa es nuestra tierra y
la de nuestros antepasados. Confío en que será también nuestro futuro.
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